El 14 de abril de 2021, Fernando Diez realizó su discurso de presentación como Académico de número de la AcAU en un encuentro que se realizó en formato virtual. En su exposición planteó, entre otros temas, la urgente necesidad de dar respuesta desde la arquitectura a la crisis ambiental que el mundo hoy enfrenta. Diez ocupa el el Sitial número 20 “Amancio Williams”.
A continuación el discurso completo
Porqué acepté integrarme a la Academia de Arquitectura y Urbanismo.
Por Fernando Diez
Agradezco la consideración de mis colegas que me invitaron a sumarme a la naciente Academia de Arquitectura y Urbanismo. Espero poder explicar en estas resumidas palabras la razón por la que acepté integrarme en calidad de miembro de número, ocupando la silla que la suerte ha querido que lleve el nombre de un idealista: Amancio Williams.
La fundación de una academia puede parecer a algunos un anacronismo, algo a contramano de la velocidad de los cambios del mundo contemporáneo, de ese flujo avasallador de nueva y vieja información que parece estar siempre disponible a la distancia de un click. Aunque sabemos que información no es lo mismo que conocimiento.
Creo que uno de las los sentimientos que dieron origen a las academias que hoy conocemos fue la sensación que hubo, durante el Renacimiento, de que existía un conocimiento perdido, el de la antigüedad. Aquellos pocos que eran capaces de valorarlo, consideraron que era su deber recuperarlo. Para la arquitectura en particular, ese conocimiento estaba literalmente bajo el suelo, y a medida que las excavaciones iban revelando nuevas maravillas, se hacía más palpable la existencia de un saber esperando ser recuperado.
Durante siglos, el saber permaneció así siempre unido al pasado. El siglo XX vino a revolucionar esa idea para convertirla exactamente en la contraria, en la idea de que el saber estaría siempre en el futuro, en el cambio y la innovación. Podemos recordar que en Hacia una arquitectura, fechado en 1923, Le Corbusier recortó y pegó cuantas fotos pudo de modernos automóviles, aeroplanos y transatlánticos. Irónicamente, esas maravillas técnicas de entonces parecen hoy más viejas que los propios edificios de la arquitectura moderna que inspiraron.
Al mismo tiempo, el arte de vanguardia se había lanzado a la más deliberada y violenta destrucción de los precedentes produciendo, de hecho, una aceleración que se consumió a sí misma, al punto que con el avance del siglo XX la obra de arte derivó, vía el ready-made y otros mecanismos performáticos, en lo no hecho, transformando la antigua representación en pura presentación, si seguimos el argumento de Jean Baudrillard de que hacia el fin del siglo XX el arte moderno se había consumido a sí mismo.
Al igual que en la noción de vanguardia, la idea de progreso técnico suponía la misma constante superación de los precedentes y, por lo tanto, también su abandono, afirmando como valor supremo la innovación y el cambio. En la ingeniería o la medicina no se estudian las técnicas superadas, estas son abandonadas, relegadas al olvido.
Pero en la arquitectura no sucede lo mismo. Sigue teniendo sentido estudiar el pasado, porque su valor no radica en sus proezas técnicas (o al menos, no solamente, porque el Panteón de Agripa todavía nos maravilla) ni en la superación de los precedentes, sino en su valor cultural. Como ha dicho Álvaro Siza, saber arquitectura consiste en saber lo que hicieron otros arquitectos. Del mismo modo que saber tango, consiste en conocer, entender y apreciar lo que se ha compuesto y cantado antes de nosotros.
En la existencia de ese valor cultural se justifica la conservación del patrimonio. Entendiendo que nuestra identidad solo se hace palpable en las cosas que hicimos y compartimos colectivamente. La condición autoral que reconocemos en la arquitectura solo tiene valor en cuanto está firmemente apoyada sobre ese trasfondo colectivo, una herencia cultural compartida, manifiesta en la ecléctica acumulación de la ciudad, lo que llamamos urbanidad. Donde el todo tiene más valor que la simple suma de las partes porque se ha transformado en lugar, memoria y cultura.
La misión que a mi juicio da sentido a la existencia de una Academia de Arquitectura es, precisamente, establecer un vínculo virtuoso entre ese capital cultural que está en el pasado, y una innovación orientada al futuro, consciente del desafío ambiental que enfrenta hoy la humanidad.
Desafío que es tanto técnico como cultural. Que exige innovación tecnológica, pero también el desarrollo de una nueva sensibilidad tanto como una nueva expresión capaz de movilizar a las mayorías. Ahora que el siglo XX y la arquitectura moderna que dio a luz hace ya casi 100 años están en el pasado, debemos mirarlos con nueva conciencia crítica.
Estamos aquí porque compartimos un interés en llevar adelante esa conversación.
Después de realizaciones personales que ya han sido reconocidas, para nosotros es el momento de una visión de largo plazo. Lo que puede interesarnos ahora es esa continuidad cultural a la que desearíamos haber contribuido.
Estamos aquí, creo, para sostener esa discusión: cómo conectar el pasado con el futuro.
No creo que sea una discusión fácil. No creo que se trate de un inventario de aciertos y obras excepcionales de las que podamos estar orgullosos, aunque las haya. Es, por el contrario, un balance que debe considerar toda la producción de nuestra disciplina, de las obras modélicas, pero también su efecto sobre la producción ordinaria y la evolución de la ciudad.
Creo que debemos comenzar por el doloroso reconocimiento de nuestros desaciertos. Algo que solo puede hacerse adoptando un sentido crítico, que sepa apreciarlos valores artísticos de esa modernidad que ahora está en el pasado, pero que sepa ver sus carencias y su ineptitud para afrontar las actuales circunstancias.
El protagonismo de la arquitectura en el siglo XX fue decisivo. Contribuyó, como ninguna otra disciplina, a crear las imágenes poéticas que movilizaron la modernización. Imágenes que obraron en el plano emocional incluso más que en el racional. Debemos reconocer su efectividad para motorizar el cambio pero, también, debemos reconsiderar sus consecuencias no deseadas. Lo que ha sido llamado por Rem Koolhaas: la secuela de la modernización.
Ya en los años 60, cuando parecía que el progreso seria indefinido, Lewis Mumford hizo sonar las alarmas sobre el industrialismo desenfrenado en un libro que anticipaba los límites del crecimiento titulado EL MITO DE LA MÁQUINA.
La sobreproducción alimentada por la máquina, el descarte sistemático que maravillara a Banham en los años 60 pero que nos horroriza ahora, la obsolescencia programada y la renovación anticipada de los bienes de consumo, pero también el culto del automóvil, del rascacielos y la extensión de las ciudades en interminables suburbios contribuyeron, vía su dependencia de los combustibles fósiles, a un consumo energético que ha sido catastrófico para la atmósfera terrestre y que se ha hecho visible, primero en el agujero de ozono, y luego, en el cambio climático y las devastadoras consecuencias que estamos empezando a lamentar.
Personalmente comencé esa revisión cuando mis mejores amigos todavía no creían en la gravedad del tema ni en la responsabilidad disciplinar de la arquitectura y el urbanismo. Gracias a la confianza de la dirección de Summa+, en 1998 pude publicar en la revista un artículo titulado Los límites de la fantasía, vinculando el cambio climático y la crisis ambiental con la arquitectura y las ideas que esta había impulsado en el siglo XX.
Esa revisión apenas ha comenzado. No ha avanzado a la velocidad que la urgencia de los acontecimientos requerían y en buena medida todavía los nuevos arquitectos son formados en nuestras escuelas en la reverencia a las figuras estéticas de la modernidad maquinista, convertidas ahora en estereotipos, en irónica metamorfosis de la racionalidad que les había dado vida originalmente.
Como el tiempo es breve, me limitaré a mencionar algunas de esas imágenes estéticas que tantas veces aun llevan a confundir exhibicionismo con racionalidad.
Al promediar el siglo pasado, cuando la tecnología del vidrio flotado permitió disponer de grandes paños de vidrio, la transparencia arquitectónica surgió como una liberación de la opresión perimetral que el muro portante había ejercido sobre los interiores. Los grandes ventanales de vidrio partido que la arquitectura ya había utilizado en siglos anteriores dieron paso a grandes paños sin divisiones, que dramatizaron la nueva transparencia convirtiendo al paisaje en el principal motivo decorativo de los interiores.
El contraste entre las formas lisas, geométricas e ideales con la complejidad variable del paisaje natural se constituyó en poderosa figura estética. La casa de cristal representó el ideal de esa situación, convirtiendo al territorio en puro paisaje, una extensión destinada a escenificar lo natural. El territorio, que había sido un recurso productivo, devino así en un recurso puramente visual, ornamental, usando la palabra maldita que la modernidad había jurado evitar.
Pero la casa sumergida en el paisaje exigió un nuevo distanciamiento que resultó ANTIURBANO, transformando el aislamiento en un ideal estético que ubicó cada casa a la mayor distancia posible de la siguiente. Un ideal romántico heredado del siglo XIX, pero que la accesibilidad que posibilitó el automóvil logró transformar en una nueva realidad: EL SUBURBIO. Primero para los más pudientes, y luego, como ideal aspiracional para las grandes mayorías consiguiendo que, al culminar el siglo, el 65% de la población de los Estados Unidos viviera en suburbios extendidos con un promedio de dos automóviles por hogar.
Apilada en vertical, la casa de cristal produciría la moderna torre de cristal, donde la altura es una virtud, no solo por la concentración, también por la distancia que impone con la ciudad tradicional. La racionalidad maquinista de un sistema constructivo entregado a la serialidad y la repetición produjo piezas que expresarían el ideal de eficiencia de una sociedad fascinada con la capacidad productiva de la máquina. La sistematización de las estructuras, las fachadas y los entrepisos técnicos, no solo expresaban el control del hombre sobre la materia, también sobre el clima, poniendo al aire acondicionado como el necesario complemento de la delgada lámina de cristal del curtain- wall. Las primeras torres de cristal ofrecieron un heroico contraste con la ciudad tradicional, de la que se separaron higiénicamente, obteniendo en esa distancia la perspectiva necesaria para una expresión objetual de orgullosa autonomía. En las décadas siguientes, sin embargo, la repetición de las torres diluyó ese efecto de contraste y devoró la identidad de las calles, transformando cada vez más a las ciudades en una colección de objetos iguales.
Irónicamente, los edificios tecnológicamente más avanzados de la historia de la arquitectura, fueron también los edificios más ineficientes en términos de comportamiento térmico, y solo fueron habitables por el uso de cantidades masivas de un aire acondicionado alimentado con toneladas de combustibles fósiles aportando, al mismo tiempo, los letales clorofluocarbonados, los gases que produjeron el agujero de ozono.
La Casa de la Casacada, inmersa en la naturaleza, expresó magníficamente la noción de una técnica capaz de vencer la gravedad. Los sugestivos voladizos de concreto armado hicieron visible el poder de la técnica para imponerse a una gravedad que había mantenido a la arquitectura siempre pegada al suelo. Las formas prismáticas ofrecieron un dramático contraste con las formas naturales, pero la casa del millonario Kaufmann es construida lejos de la malsana ciudad donde hizo su fortuna, lejos del insoportable calor de las acerías donde se forjó el acero y de las montañas de escoria que las rodean, lejos de las canteras polvorientas donde se obtiene el cemento y lejos de las barriadas sumergidas donde viven los operarios de esa ciudad industrial. La metáfora que contrasta artificio y naturaleza, que Wright nos ofreció en su inspirada realización fue, sin embargo, incapaz de reflejar la compleja realidad del propio proceso de su producción.
El automóvil y el ascensor fueron las máquinas capaces de producir la simultánea concentración del trabajo y la dispersión de la vivienda. Esa especialización funcional que el zoning había promovido sin prever sus consecuencias, sería el ideal de una sociedad que se imaginó a sí misma trabajando en la ciudad y viviendo en la naturaleza. Después de la mitad del siglo XX, igual que en otras grandes ciudades americanas, el mejor negocio que ofrecía un hermoso edificio en el centro de Houston, era demolerlo para convertirlo en un estacionamiento, proceso que afectó a comercios, teatros y viviendas que fueron desplazados para ofrecer lugar a los miles de automóviles que llegaron diariamente de los cada vez más lejanos suburbios.
Ese proceso no nos es extraño. Desde la década del 80 la casa aislada en un suburbio cada vez más distante se ha convertido en ideal de residencia para nuestras grandes ciudades. Aunque como ha dicho mi maestro y amigo, Alfonso Corona Martínez, al mudarse al campo que todavía rodeaba Buenos Aires, los admiradores de la naturaleza arrastraron a la ciudad consigo, moviendo una y otra vez las fronteras de un suburbio sin fin. El progresivo vaciamiento de los centros urbanos ya no es un secreto, mientras los complejos de oficinas se desplazan hacia los suburbios en busca de una cercanía con sus recursos humanos.
En ambos casos, la casa suburbana o el edificio de oficinas se presentaron como objetos idealmente aislados, dotados de nueva singularidad y autonomía formal. Lo que nos recuerda la comparación de Colin Rowe entre la ciudad de objetos, en la que el espacio es apenas un fondo continuo, y la ciudad de espacios urbanos, en la que los edificios están subordinados a esa dimensión de lo público.
La creciente objetualización del edificio le ha exigido formas cada vez más extravagantes para vencer los efectos de la repetición. Algo que ha servido de oportunidad y fértil terreno para una arquitectura del espectáculo. Ahora se sospecha que los más resonantes edificios no son diseñados de acuerdo a razones de programa, contexto y utilidad, sino pensando en las fotos que serán capaces de producir. El propio proceso de promoción y selección de la arquitectura parece entregado a la primacía de la imagen. Ese nuevo culto da lugar a un NARCISISMO AUTORAL donde los argumentos se invierten, y la complejidad innecesaria o el costo extravagante de un edificio se presentan como virtudes en lugar de defectos.
Hay, sin embargo, una nueva generación de arquitectos que ha desarrollado una nueva sensibilidad al medio ambiente. Cuando en 1996 un intendente de pueblo llamó a Lacaton & Vassal para remodelar y modernizar una plaza en Burdeos, los arquitectos hicieron un concienzudo estudio sobre todas sus condiciones de uso concluyendo en un informe que recomendaba NO CAMBIAR NADA e invertir el presupuesto en un programa de mantenimiento mejor y pequeñas acciones periódicas.
Su propuesta para un espacio de exhibición en el derruido edificio de Paris conocido como Palais de Tokyo, consistió en mantener el estado ruinoso del edificio y usar parte del presupuesto para las instalaciones técnicas y de accesibilidad, reservando una parte importante para la gestión y un programa de iniciativas activadoras del entorno.
En el mismo sentido, sus proyectos de vivienda social se basaron en el reaprovechamiento de lo existente, oponiéndose a la demolición y utilizando materiales estándar para conseguir mayores superficies con el mismo presupuesto.
Ante la necesaria renovación de las estructuras obsoletas de la década del 70 que imponían las nuevas normativas ambientales europeas, se opusieron al fenómeno creciente de su demolición para sustituirlas por otras nuevas.
Con enorme paciencia, capacidad de argumentación y negociación, demostraron que era posible reutilizarlas y mantener los lazos comunales sin desplazar a sus ocupantes, invirtiendo el dinero disponible para ampliarlas y adecuarlas a los nuevos requerimientos ambientales y, a la vez, reconectarlas con el espacio público de la ciudad peatonal. Sus trabajos demostraron que podía hacerse con un presupuesto QUE ERA LA MITAD del que exige la sustitución evitando, al mismo tiempo, la pérdida de la energía gris contenida en las estructuras existentes y el problema de reciclar sus residuos. Produjeron mejores departamentos de superficies considerablemente mayores observando con cuidado los aspectos sociales y los recursos disponibles.
Anne Lacaton y Jean-Phillipe Vassal consiguieron cambiar el foco del trabajo del arquitecto desplazándolo DE LO QUE EL EDIFICIO APARENTA A LO QUE EL EDIFICIO POSIBILITA.
Termino con una buena noticia: en este año 2021 el Premio Pritzker les ha sido entregado a ellos, arquitectos que han superado EL COMPLEJO AUTORAL-NARCISITA que ha dominado la arquitectura de los últimas décadas, entregadas al star-system, al exhibicionismo de formas espectaculares y al malgasto de nuestros recursos ambientales.
Perdón por la lata, es que no hay tiempo que perder.
Buenos Aires, 14 de Abril 2021