Por Alberto Bellucci, arq.
Vista aérea de la Plaza Dardo Rocha, La Plata, Buenos Aires, Argentina
(Foto: Rafael Estrella, CC BY-SA 2.0)
Que la Arquitectura es una disciplina que produce espacios habitables a través de la técnica y el arte unidos por el oficio no es ninguna novedad, pero vale la pena recordarlo. Sobre todo ahora, en que nace la primera academia de Arquitectura en nuestro país.
Hace un milenio que la arquitectura occidental se definió como la ´summa artis´ de su tiempo; ella congregaba y en ella convergían el dibujo y la pintura, la escultura y la orfebrería, las matemáticas y la geometría, la estereometría y las habilidades constructivas, incluso la literatura, la música, la filosofía y la religión. Poco a poco cada una de las partes fue creciendo, extendiéndose e independizándose del espacio que las contenía, para formar nuevas relaciones y familias.
Veo a la arquitectura como el registro más claro que las sociedades muestran de sí mismas, como la huella más profunda que dejan en la historia de sus ideas y expectativas, formas de vida, arte y técnica, triunfos y derrotas, aventuras y hallazgos.
También creció el tronco madre de la arquitectura, y multiplicó y enriqueció su ramaje con la savia del urbanismo, el diseño, la ecología, los avances de la ciencia, la tecnología, la medicina, la psicología y los crecientes desafíos funcionales y sociales. Pero no hay que olvidar el acecho de injertos propios y ajenos –falta de profesionalidad y oficio, exceso de mercantilización, desvíos entre función y servicio- que pueden debilitar la solidez del árbol del que formamos parte.
Los arquitectos no tenemos un juramento hipocrático que nos obligue, pero sí un mandato de servicio que nos ha dado la sociedad que nos lo exige. No es éste el momento para explayarse en las implicancias de ese mandato; lo importante es sentirse responsables del mismo, en tanto arquitectos que debemos proveer soluciones posibles, útiles, armoniosas y durables a sus requerimientos.
Esta premisa limita, por una parte, el campo de la libre fantasía, propio del artista, y por otro nos impone trascender –que Le Corbu me perdone- la mera confección de ´máquinas para vivir´. Pero esta doble limitación nos abre en cambio a la riqueza de la visión integral que recibimos y que nos toca poner en juego y es allí donde la arquitectura se afirma como manifestación cultural de primer nivel.
En ese sentido veo a la arquitectura como el registro más claro que las sociedades muestran de sí mismas, como la huella más profunda que dejan en la historia de sus ideas y expectativas, formas de vida, arte y técnica, triunfos y derrotas, aventuras y hallazgos. El rol del arquitecto, en cualquiera de sus especialidades, es animarse a ser el artífice de ese registro y de esas huellas.
Como primer paso para ejercer nuestra tarea en positivo, creo que hay que conservar viva la llama que algún día tuvimos –y que ojalá sigamos manteniendo– al elegir la arquitectura como profesión de nuestra vida, y que tratemos de recordar los entusiasmos juveniles que nos acompañaron cuando conocimos la historia de nuestra profesión, de sus protagonistas y sus obras y también el recuerdo de aquellos primeros pasos –quizás duros pero fértiles e inolvidables- que dimos en el camino de nuestras propias arquitecturas.
Ese mismo entusiasmo sobre la arquitectura, pensada como servicio y cultura, es necesario hoy para que nuestra flamante Academia de Arquitectura arraigue en tierra firme y cumpla con sus objetivos.